A pesar de las apariencias, aquel no fue un buen día. El sol despertó radiante y las nubes no osaron amenazar la calma celestial que precedía la tempestad. Las calles vibraban de vida, las madres llevaban a sus hijos a los centros escolares y, en algunos casos —como el nuestro—, todo aquello era ajeno a lo que sucedía en el interior de las casas.
En nuestro hogar, un pequeño piso en el centro de la ciudad, las persianas estaban bajadas, el silencio imperaba por doquier y, en la habitación principal, dormíamos tras varias horas de desvelos. ¿El motivo? Un bebé de dos meses llorón, cagón y protestón. No me malinterpretes, tener a mi hija Lena en los brazos ha sido lo mejor que jamás me haya pasado; pero si me llegasen a decir que apenas dormiría después de tenerla, me lo pensaría dos veces antes de no ponerme condón. Ni mi esposa, Martina, ni yo, estábamos acostumbrados a ese tipo de tortura y conciliar nuestros trabajos como agentes de policía con la paternidad se nos estaba haciendo un mundo.
La noche pasada se presentó como otra sesión de berridos y chillidos infantiles y nosotros, ya con falta de sueño, no pudimos hacer más que intentar dormirla; con la intención de dejar que Morfeo nos acogiera en sus brazos. ¿Cuándo lo logramos? No lo sé, los programas musicales de la madrugada no suelen poner la hora… Sin embargo, tras la pausa de aquel concierto, nos dormimos.
Cuando sonó el teléfono fijo, Martina y yo nos levantamos de repente e, intentando no despertar a Lena, corrimos hasta el aparato. Ella lo alcanzó en primer lugar.
—¿Sí? —susurró.
La poderosa voz de nuestro bebé sonó en la habitación y yo, maldiciendo por no esforzarme más en correr más rápido que mi mujer, volví a la habitación a abrazar a la niña mientras Martina atendía al teléfono.
—Ya está… ya está… —dije a Lena, levantándola de la cuna y meciéndola sobre mi pecho desnudo—. ¿Esta noche dejarás que papi y mami duerman? ¿Lo harás…?
—¡Buah! ¡Buah! —gritaba ella, no sé si como respuesta o como amenaza.
—¡Lile! Es para ti.
Pensando que sería mi madre o mi hermana, volví al comedor con la niña en brazos.
—Es de la comisaría. —Por como lo dijo, creí que sentía celos de mí.
Le pasé a nuestra hija y, siguiendo con el vaivén, se quedó cerca para escuchar la llamada.
—Soy yo —dije.
—Buenos días, agente Pérez. —Reconocí la voz de inmediato. El inspector Méndez era de ese tipo de personas que tiene voz profunda, ha vivido tiempos mejores y su físico comenzaba a derramarse por la silla. Mantenía su posición como policía por sus años de servicio, su experiencia y con la ilusión para ir tachando días hasta que llegase su jubilación—. Tienes que de venir a comisaría, necesito tu cerebro.
—Pero Méndez… ¿Precisamente hoy?
—Estoy convencido de que Martina se las apañará un día sin ti y podrá disculpar que faltes a su fiesta de cumpleaños.
—¿Qué es tan urgente como para despertarme tan pronto?
—Son las once…
—¿Ya?
—Ven. Hay un caso muy raro y me gustaría que le eches un vistazo.
Aquello no me sorprendió demasiado. Aunque era un agente, el inspector Méndez solía pedirme consejo y opinión sobre algunos casos que le llegaban y que, por un motivo u otro, solían llevarle a un callejón sin salida; después, me usaba para buscar algo que se le hubiera escapado y, de una forma u otra, mis pesquisas ayudaban a resolverlo.
—¿De qué se trata?
—Hay una mujer detenida por asesinato y, aunque las pruebas apuntan hacia ella, creo que hay algo más…
—¿No ha confesado?
—Eso es lo más raro: sí, ha confesado que ella es la asesina.
—Entonces, ¿por qué me llamas para esto?
—Porque esa mujer dice haber matado a su bebé.
Una hora después, ya duchado y desayunado, el coche de Martina me dejó en la comisaría para atender la llamada de Méndez. La verdad es que no tenía demasiadas ganas de enfrascarme en un filicidio, y menos después de la situación familiar que teníamos en casa, pero mi esposa me animó a trabajar y, de ese modo «despejarme un poco de nuestra nueva vida».
—Aprovecha, tú que puedes… —me soltó antes de darnos una ducha rápida e irnos en su coche.
Nada más llegar allí, el inspector Méndez fue a nuestro encuentro y, tras saludarnos y decirnos que teníamos muy mala cara, nos llevó al interior de la comisaría, donde Lena causó sensación. La muy puta sonreía a todo el mundo, como si la tortura de cada noche no fuera más que invención nuestra. Los compañeros se pararon ante Martina, le preguntaron cómo estaba, que la echaban de menos allí y que la niña estaba enorme. A mí, sin embargo, solo me miraban y me saludaban con cortesía.
Méndez nos guio por los pasillos y, tras llevarnos a la zona donde tenía su despacho, me senté en una de las sillas. Martina estaba de pie, a un metro de mí, hablando con una agente sobre cómo dormía la niña.
—Gracias por venir, Galileo.
—No entiendo qué hago aquí. ¿No has dicho que la madre ha confesado? ¿Qué se supone que voy a hacer yo?
—Hay algo raro, Galileo. Lo huelo.
—¿Y qué pretendes que haga?
—Quiero que hables con ella y averigües más. Por lo que nos ha contado, mató a su bebé, pero no nos ha dicho ni cómo ni por qué. Ten, échale un vistazo.
Méndez me pasó un dossier con la información del caso y, tras abrirlo, vi la fotografía de la mujer. Era una mujer joven, de unos treinta y pocos, de pelo castaño claro y ojos negros. Sus gafas eran pequeñas y, con su montura negra, colgaban sobre su nariz respingona. En la imagen, mostraba una sonrisa reluciente, unos pendientes colgando por toda la oreja y una camiseta de tirantes que mostraba parte de los tatuajes de su brazo derecho. Tras ver su rostro, leí sus datos personales. Su nombre era Marta Cuatrecases, de 34 años, casada, con dos hijos, uno de cinco —Marc— y otro de apenas un año —David—. Enfermera. Residía en la zona histórica de la ciudad.
—¿Esta es la que ha confesado? —pregunté, alzando la vista.
—Sí, está arriba, en una sala de interrogatorios, esperándote.
—¿Y no ha dicho nada?
—No. Solo que mató a su bebé.
—¿Y ya está?
—Ya está.
—En ese caso… Si ha confesado…
Méndez sonrió y, a continuación, acercó un viejo radiocasete que tenía sobre la desordenada mesa, lo puso frente a mí y, antes de preguntarle qué quería hacer con eso, le dio al Play.
—Emergencias.
—¡Por favor, necesito una ambulancia! —gritó una voz de mujer. Sonaba desesperada, como fuera de sí. De fondo, se escuchaba el llanto de un niño.
—¿Qué le sucede?
—¡Mi bebé no respira! Envíen una ambulancia, por favor…
Contuve la respiración y mantuve un silencio, impertérrito.
—Ahora se la mandamos, ¿puede darnos la dirección?
Méndez cortó en ese momento la grabación y me miró a los ojos.
—Después de darles la dirección, la ambulancia se personó en el lugar de los hechos, y se encontraron a la madre serena, sujetando al bebé entre sus brazos y, a pesar de tener lágrimas en los ojos, confesó sin pudor ni remordimientos haber ahogado a su bebé. No dijo nada más. Vinieron los policías, la detuvieron y la trajeron aquí. Corroboró su confesión inicial y, desde entonces, mantiene el silencio.
—¿Y el padre del bebé? ¿Qué ha dicho al respecto? ¿No estaba en casa?
—Trabaja de profesor en una escuela y, cuando le llamamos a la escuela, vino volando. Ahora está arriba, con el hijo mayor.
—¿Él ha dicho algo?
Méndez negó con la cabeza.
—Está en estado de shock, como es lógico. Solo ha dicho que no entiende lo que ha podido pasar, puesto que su mujer adora a sus hijos y que no está seguro de si denunciar o no. Ahora debe estar arriba, con el hijo mayor.
—¿Y qué hay del bebé?
—Está en la morgue. La forense nos ha dicho que el niño ha muerto por asfixia por sofocación.
—¿Quién es el forense?
Méndez sonrió ante mi comentario, me conocía lo suficiente para saber que, en la mayoría de ocasiones, yo no me fiaba de ellos, más que de una, que era…
—Olivia Ocaña —respondió.
—Entonces es un diagnóstico acertado.
Bajé la mirada y volví al dossier que tenía en las manos. Giré las páginas y vi el cuerpo del bebé fotografiado. La zona bulbar presentaba petequias, cianosis en los labios y los lóbulos de las orejas, así como una leve hemorragia en el frenillo del labio. Tenía palidez alrededor de la punta de la nariz, la boca y la parte central de la región frontal.
«En efecto», pensé. «Lo han ahogado».
No tuve fuerzas para ver más allá de los signos que indican la muerte por ahogamiento. No quise mirar el color de los ojos de aquel bebé tras la blancura de sus carótidas, tampoco sus mofletes ni el color de su cabello. En aquel momento, solo me permití observar elementos para resolver la cuestión planteada y no personalizar, en lo más mínimo, a aquella víctima. Pero, por más que lo intenté, no dejé de ver rasgos de mi bebé en aquella víctima. Un ardor comenzó a surgir en lo más profundo de mi ser y comenzó a esparcirse por doquier; a pesar de que mi hija apenas me dejaba dormir por las noches, el solo hecho de perderla era algo que no quería, ni podía, entender. ¿Cómo una madre, que aparentemente amaba a sus hijos, había acabado con la vida de uno de ellos? ¿Qué le habría pasado por la cabeza para cometer ese filicidio? Además, estaba el asunto de la llamada a emergencias… ¿Por qué estaba asustada y, al llegar la ambulancia, estaba serena?
Algo no estaba bien ahí…
—¿Y bien? ¿Hablarás con ella?
Miré de soslayo a Martina, que sujetaba a Lena entre sus brazos y sonreía a una agente que se interesaba por ellas. La luz del sol entraba por la ventana e iluminaba sus cabellos rojizos, cual fuego. Pensé que debía protegerlas, que mi labor como padre y marido era mantenerlas seguras de todo lo posible y evitar que, situaciones como las que vivía no les ocurrieran a ellas.
Decidido, asentí a Méndez.
No recuerdo la cantidad de interrogatorios por asesinato a los que he asistido a lo largo de mi vida. Al final, terminé por dejar de contarlos. De pequeño, Mamá me contaba que la vida es sagrada, que debe ser respetada, cuidada y nunca menospreciada; pero ahí, en mi trabajo, veías que el mundo era oscuro y tenebroso. La luz se veía en pocas ocasiones entre un mar de oscuridad. Existen los accidentes, por supuesto, pero los asesinatos… es otra cosa. Y más cuando hay niños implicados.
En todo eso pensé mientras Méndez me llevaba por la comisaría hasta la segunda planta, donde me esperaba la señora Cuatrecases. Por el camino, vi al marido y al hijo mayor de esta. El hombre era de una edad parecida al de su mujer, alto, delgado, de rostro anguloso; su hijo era casi como su madre: pelo castaño claro, casi rubio, alegre y que, en ese momento, jugaba con unas figuras geométricas que teníamos para esas ocasiones.
No nos detuvimos a hablar con ellos.
Méndez me llevó a la sala nº22, donde solían hacerse interrogatorios. Apenas entraba luz por una pequeña ventana con barrotes, dejando entrever una gran mesa de madera y cuatro sillas alrededor. En una de ellas, sentada y ocultando su rostro tras sus brazos, Marta Cuatrecases me esperaba.
Sin decir nada, Méndez se situó en la sala contigua, con la intención de grabarlo y ver todo lo que allí sucedía y yo, tras respirar profundamente e intentar olvidarme de mi paternidad, abrí la puerta y entré.
Ella se sorprendió ante mi presencia y, por primera vez, la miré a los ojos. Apenas quedaba nada de aquella mujer dicharachera de grácil sonrisa. Tenía profundas bolsas en sus ojos, el rostro compungido y los labios secos. Sus mejillas mostraban el camino que habían surcado sus lágrimas y sus manos parecían temblar.
—¿Quién es usted? —Su voz denotaba alerta, como un perro que gruñe antes de atacar—. Ya confesé…
—Soy Galileo Pérez. Vengo a hablar con usted un rato de lo que ha sucedido —me presenté, sentándome en la silla de enfrente de ella, dejando la mesa entre nosotros dos. Dejé el dossier, cerrado, sobre la mesa.
—Ya se lo he dicho: confesé. ¿Qué más quiere de mí?
—Hablar, solo eso.
—¿Así se gastan ustedes el dinero de los impuestos? ¿Haciendo perder el tiempo a quien ha matado? ¿No tiene otro asesino al que ir a buscar? ¿O un violador? ¿Un traficante, tal vez? A un político no, por supuesto… para qué mencionarlo…
—Mejor no hablemos de los políticos, que entonces también me calentaré yo.
—Pues déjeme en paz. Ya dije todo lo que querían saber. Así que déjeme ir de una puta vez.
Me miró directamente a los ojos y yo le sostuve la mirada. Tras un instante, apartó la vista durante una milésima de segundo, pero eso era suficiente para mí.
—Me gustaría saber qué ocurrió, señora Cuatrecases.
—Lea los papeles que tiene ahí, supongo que lo habrán puesto todo en ese informe.
—Pero me gustaría escucharlo de sus propios labios.
Marta golpeó la mesa con fuerza y se levantó. Abrió sus brazos, cuan largos eran, y, mientras hablaba, alzaba el tono de su voz, en modo amenazante.
—¡Maté a mi hijo pequeño! ¡¿Se ha enterado ya de una puta vez?!
No me moví, ni siquiera reaccioné, solo mantuve la mirada clavada en ella. Marta, sin embargo, volvió a evitar mis ojos.
—Lo entiendo, pero hay algo que no me explico, y podría ayudarme a entenderlo. Como, por ejemplo, cómo sucedió… Eso no se lo ha dicho a nadie y, seamos sinceros, una confesión está bien, pero la veo incompleta.
—¿No es suficiente con mi confesión?
—No.
Ella suspiró, se tocó los ojos y, después, me dio la espalda, mirándose en el cristal de la sala, sin saber que Méndez la veía al otro lado.
—Cuando terminé la guardia, volví a buscar a mis hijos de casa de mi madre. Tuve turno de 24 horas de servicio y, sinceramente, no me apetecía tener que soportar ni los gritos de Marc, pidiendo mi atención, ni tampoco los lloros de David. Estaba tan cansada… —Se dio la vuelta para mirarme—. ¿Ha trabajado alguna vez en una ambulancia, inspector?
—No soy inspector, señora Cuatrecases; y no, no he tenido ese placer.
—Pues no sabe lo duro que puede llegar a ser. Esperar a que ocurra una desgracia en cualquier parte, ya sean caídas, infartos, accidentes… Siempre con un ojo abierto hasta cuando se supone que estás cansada, siempre con la adrenalina por las nubes e intentando no perder la compostura ni tampoco la sensatez. Un fallo tuyo puede significar la muerte de tu paciente. ¿Sabe la clase de mundo que veo yo cada día de trabajo? Claro que lo sabe, usted es policía…
—Pero eso no justifica un asesinato…
Ella volvió a apartar la mirada y, tras un momento en silencio, volvió a mirarme con frialdad.
—No, pero el cansancio y el estrés que sentía podía considerarse un agravante. ¿No?
—Es posible. Pero, ¿sabe qué? En mi opinión nada justifica matar a un hijo, ni tan siquiera herirlo, ya sea con agravante o sin él.
—Pero todos podemos perder la cabeza en un momento…
—En eso tiene usted razón. ¿Cómo la perdió usted?
Ante mi pregunta, ella pareció no entenderme.
—¿Cómo dice?
—Le pregunto cómo perdió usted la razón para cometer esa atrocidad.
Marta pareció dudar un momento. Sus ojos se desviaron hacia el cristal una vez más, para posarse en sus manos al instante siguiente. Por un instante, creí que me seguiría el juego, pero me sorprendió que reaccionara así a sus propias palabras. ¿No entendía que le seguía su mismo argumento? ¿O, tal vez, no me escuchaba?
«Creo que Méndez tiene razón», pensé, «aquí hay algo más…».
—Yo… Pues… pues… El niño lloraba y lloraba… El otro me llamaba: que si he hecho esto en el cole, que si tal compañero me ha dicho esto, que si papá me ha hecho no-sé-qué de desayunar… —De repente, se dio la vuelta y posó sus ojos en mí. Su rostro se había tornado sereno, casi seguro—. Yo nunca quise ser madre, ¿sabe? Pero, al final, me quedé… Mi marido insistió… Ya ve, al final, como una tonta, claudiqué… Ya ve, las mujeres vamos de duras, seguras y empoderadas, pero algunas, como yo, acabamos claudicando ante los tíos… Por muy idiotas que sean…
—¿Todos los tíos son idiotas?
—Si se ha ofendido, lo siento, pero…
—No lo digo por mí, sino por su marido. ¿Él también es idiota, como usted ha dicho?
Marta volvió a apartar la mirada. En su reflejo en el cristal vi como dibujaba una media sonrisa en sus labios.
—No voy a responder a esa pregunta.
—Pues creo que está pensando en denunciarla…
Ella miró hacia el techo, comprimió sus labios y, casi al unísono, cerró sus ojos. Creo que vi una lágrima caer por su mejilla, pero no estuve seguro.
—Que haga lo que quiera… —añadió, con voz queda—. Ahora ya…
Se produjo un incómodo silencio que, en mi caso, no pasó desapercibido, por lo que hurgué en él.
—«Ahora ya…» ¿qué?
—Nada, nada… Ahora ya… nada.
Mi intención fue en vano, por lo que opté por otro enfoque.
—¿Y sus hijos?
—¿Mis hijos qué?
—Son chicos. ¿También son idiotas?
De repente, Marta Cuatrecases se dio la vuelta, dio dos zancadas y puso ambas manos sobre la mesa, dando un golpe que resonó entre las cuatro paredes de la sala de interrogatorios. Su rostro mostraba una ira absoluta que, acompañada por el deje amenazador de su voz, mostraba que había hurgado bien.
—¡No le consiento que hable así de mis niños! Los quiero muchísimo… ¡Daría mi vida por ellos!
Yo, sin inmutarme —y sabiendo que podía salirme muy caro— mantuve la mirada y dije:
—Menos por el pequeño. Ese ya ha muerto.
Sus ojos, abiertos de par en par, estaban a punto de echar a llorar. Su cuerpo pareció menguar por un instante y, a continuación, se sentó en la silla, poniéndose de perfil. Ella no dijo nada y yo esperé un rato para volver a preguntarle algo.
Lo que estaba contemplado era una madre que amaba a sus hijos, que no aceptaba que los insultaran. ¿Cómo alguien así era capaz de tal atrocidad?
Debía seguir indagando.
—No puedo entender qué le pudo haber pasado para matar a su hijo pequeño…
—Yo… —Las lágrimas ya caían por sus mejillas y el dolor era evidente en su rostro. Hizo una pausa y, tras suspirar un par de veces, siguió hablando—. Mire, no sé qué decirle… Sucedió… Y ya. Las cosas han ido así… Como mínimo….
—«Como mínimo…», ¿qué?
—Ya… ya no sufrirá nunca en su vida.
—Pero usted sí lo hará…
—No me importa.
—Quedará marcada el resto de su vida, será juzgada por asesinato y jamás podrá volver a trabajar en un servicio sanitario. En definitiva, será una infanticida para siempre.
—Etiquetas. Siempre etiquetas. ¿Qué más da qué piensen de mí? Yo sé la verdad…
—¿Y qué verdad es esa…?
Marta ocultó su rostro con sus manos. Sus sollozos se entremezclaban con su respiración entrecortada y, por un instante, vi a una madre superada por las circunstancias. Aquella misma reacción la veía casi cada noche en casa con Martina. Sacudí mi cabeza para alejar esa imagen de mi mente, pues no convenía personalizar a aquella mujer con mi esposa.
—La verdad es que mi pequeñín ya no volverá… Esa es la única verdad que importa…
—¿Está insinuando que se arrepiente de lo que ha hecho? —pregunté. Al principio me costó hablar, pues los nervios me traicionaron y provocaron que hiciera un gallo al plantear esa cuestión.
Ella me miró desafiante. Abrió sus labios para decir algo, pero, casi al instante, la cerró. Como si no quisiera hablar. Después, volvió a clavar sus ojos en otro punto de la habitación.
—¿No teme lo que le suceda a partir de ahora? —le pregunté.
—¿Temor? ¿A qué?
—De ir a la cárcel.
—No, de eso no tengo miedo… —susurró, con decisión. Estaba segura de eso. Como si, de algún modo, el castigo de la pena no le importase.
—¿Ni de la «etiqueta» de asesina?
—Que la gente hable. Da lo mismo.
—¿Tampoco tiene miedo de perder la custodia de Marc, su hijo mayor?
Me arrepentí al momento de haber dicho eso. Mi verborrea era muy conocida en los lares de la comisaría y, en esa conversación con Marta, no supe controlarla. Ella me miró, sin responder, pero amenazante.
«Veo que sí le importa…», pensé.
Ella, sin embargo, comenzó a cantar:
—El miedo no me atrapará…
—¿Cómo dice?
—El miedo no me atrapará, se irá… Bajo la sábana no me cogerá…
—¿Qué está diciendo, señora Cuatrecases?
—Es una canción infantil que canta mi hijo Marc. Te escondes bajo las sábanas o bajo un cojín y cantas la canción para alejar el miedo… Así que ya ve, no tengo miedo.
—¿Cómo dice esa canción? —pregunté, al ver una luz al final del túnel del misterio de esa mujer.
—«El miedo no me atrapará, se irá. Bajo la sábana no me cogerá. Miedo no vengas, miedo vete. Huye lejos de aquí, que yo estoy bajo el cojín…»
De repente, ella detuvo la canción en seco, dándose cuenta de lo que estaba cantando y, tal y como había comenzado, bajó su mirada y volvió a llorar.
—No… no lo merezco… Es culpa mía y siempre deberá serlo…
«No sé por qué, pero esa canción ahora parece dolerle… ¿Maltrato, tal vez?».
—¿Suelen tener miedo usted y sus hijos?
—¿Acaso importa eso ahora?
—Solo es una pregunta.
—A Marc sí le asustan los llantos descontrolados de David, desde que, una noche, se despertó asustado por los berridos de su hermano —ella sonrió ante aquel comentario, llevada por la nostalgia—. Yo le decía que era la forma que su hermano tenía de mostrar que tenía miedo, y no pocas veces le vi siguiendo al pie de la letra la canción con su hermano… Bajo las sábanas, bajo…
—… bajo el cojín… —dije.
Ella calló, me miró con los ojos abiertos de par en par y ocultó su boca con las manos, como si hubiera dicho algo muy malo. Las lágrimas desbordaron por sus mejillas y su cuerpo comenzó a temblar por los nervios.
—Yo… yo… —titubeó.
—Su hijo mayor, Marc, acostumbra a ocultar el rostro de su hijo pequeño con sábanas o cojines…
—¡Cállese!
—Porque creía que David tenía miedo…
—¡Cállese! —gritó ella, levantándose y tirando la silla al suelo.
—Tal vez, Marc…
Golpeó la mesa.
—¡Le digo que se calle!
—Usted no mató a su hijo pequeño…
—¡No lo diga! —gritó ella, fuera de sí y en tono de súplica.
—Fue…
Ella cayó en el suelo, llorando desconsolada, rota de dolor, al descubrirse la verdad.
—No pude hacer nada… David ya no… ya tendrá miedo…
—No, David ya no sentirá miedo. Su hermano lo ocultó de él…
—No… calle, por favor…
—… lo ahogó sin darse cuenta…
—Por favor…
—… y usted lo encontró…
—… muerto… —dijimos al unísono.
Marta rompió a llorar en el suelo, abrazando sus piernas para hacerse lo más pequeña posible, como si, de ese modo, el miedo que la superaba ganara la batalla.
—Usted quiere cargar con la culpa…
—… deje de hablar…
—Para que su hijo no cargue el miedo ni la culpa durante el resto de su vida…
—… le ruego que se calle…
—… para que no le etiqueten por el asesinato accidental de su hermanito…
Ahí fue donde colmé el vaso. Marta me miró con los ojos inyectados en sangre, y se abalanzó sobre mí, tirándome al suelo. Comenzó a darme bofetadas y puñetazos mientras gritaba que me callase, que no dijera nada más.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y Méndez y otro agente sujetaron a Marta Cuatrecases para separarla de mí. Sus lágrimas seguían cayendo por su rostro derrotado.
—Yo lo maté… —sollozó, casi como una súplica—. ¡Yo lo maté! A mi pequeñín… Soy su asesina… ¡Yo soy la única que lo hizo!
—Marta… —susurré, tocándome la boca para ver si el sabor a sangre se había salido de la comisura de mis labios—, usted ha actuado como…
—Como una asesina. Yo maté a David. Yo le asfixié… Marc no fue… ¡Fui yo!
Y con esos gritos, el agente se llevó a Marta de la sala, mientras sus gritos acusándose a sí misma del crimen se perdían entre los pasillos de la comisaría. Méndez, por su parte, se acercó a mí, y me dio un pañuelo con el que quitarme la sangre.
—Siento lo sucedido, Galileo…
—Méndez, ¿puedo pedirte un favor?
—Claro, lo que quieras…
—Voy a cogerme unas semanas de vacaciones para estar con mi hija. Díselo al comisario. No quiero trabajar durante un tiempo, y menos después de este caso.
—Lo entiendo, Galileo. Siento haberte hecho pasar por esto…
—No te preocupes… A fin de cuentas, no todos los días se ve a una madre protegiendo de tal forma a su hijo. Yo hubiera hecho lo mismo que ella.
»En fin, si me disculpas, me voy con mi familia.
Méndez me acompañó hasta su despacho, donde Martina esperaba con el carrito. Al verme, mi mujer me sonrió y yo, con la mirada fija en el carrito, la ignoré. Corrí hacia mi hija y ella, al verme, me sonrió. La rodeé con mis brazos, besé su cabecita pelirroja y olí su aroma. Le cogí la mano y ella, siendo lo más dulce que se podía ser, posó su cabeza sobre mi pecho.
No permitiría que nunca le sucediera nada malo.
Jamás.